“¿Dónde anda el pinche pedazo de dedo? ¡Levanta el tapete, a ver si me los pueden coser todos. ¡Ah, dónde madres está el dedo!”. Apolinar Silva de la Barrera ríe mientras cuenta esto, diciendo que en la vida no hay que “alebrestarse”. “¿Las ves? Son trabajadoras”, dice luego, al mostrar sus manos, una de ellas con las falanges chuecas, medio mal cosidas, y sí, con un dedo mocho; todo gracias a una sierra. “No fue un accidente de trabajo, sino de pensamiento”, apunta el hombre, ya serio. Y luego se va de filo: “Mi mami me reclamaba. Ándale, come Poli, ¿por qué piensas tanto? Y yo en mi pensamiento decía: es que quiero ser el mejor de México”. Desde siempre, Apolinar soñó con llevar el baile a todos los rincones con sus bafles como medio. Por eso pensaba y pensaba. Lograría al final su objetivo. De la mano de Polymarchs.
Cargo con las palabras de Apolinar en la cabeza mientras esquivo charcos y una tromba me remoja la memoria. Platiqué con él dos días atrás; ahora corro hacia la Sala de Armas para encontrarme por vez primera con Polymarchs. “Vas a alucinar con el espectáculo. Te apuesto lo que quieras: vas a quedar deslumbrado”, me dijo entonces Poli, como muchos lo llaman. Esta noche se anuncia pues una “producción maestra” cuyo flyer presume a un faraón ―coloso androide de rostro pendenciero― emergiendo de las entrañas del recinto que en 1968 fungió como sede de las competencias de esgrima en los Juegos Olímpicos. Tras cruzar un débil filtro de seguridad, me encuentro con que dicho espacio apesta a trapo sucio, a perro mojado. Todo gracias a que miles bailan, aunque pocos lo hacen con las ropas secas. Allá afuera, el cielo sigue desgajándose.
“Te acuerdas de las consolas de los abuelitos? Antes les decían tocadiscos a esos muebles, así, con sus patitas chuecas. Era milnovecientoscarranza, ¿verdad? ¡A su máquina, ya no recuerdo! ¿1974? Bueno, entre cuatro cargábamos una consolita de esas para llevarla a las fiestas. Así nació Polymarchs. Ahora es un monstruo”. Apolinar llegó de Puerto Ángel a la capital mexicana, específicamente a Tlatelolco, cuando iba en tercero de secundaria. De ahí se fue a la Voca 3, luego estudiaría Ingeniera en el Poli. Así me lo contó él mismo, perdiendo la mira en alguna esquina del techo, llevándose de pronto el dedo mocho a la boca, cavilando. “Desde adolescente me ganaba mis centavos fabricando mis propios baflecitos”, resaltaba entonces, al hablar de su numen sonidero. “Me inspiré en unos amigos hace unos 48 años, eran del sonido Nashville, de Satélite”.
Como todos en Sala de Armas, estoy empapado. A cada paso que doy siento cómo burbujean mis zapatos. Exprimo mi sudadera mientras me paseo por los puestos de suvenires, entre colchonetas, tableros de basquetbol, potros y trampolines regados por ahí. Estamos en un recinto deportivo, finalmente. A la venta hay camisetas y gorras; las mismas prendas que una buena cantidad de asistentes portan, indumentarias oscuras con diseños fosforescentes. Máxima Autoridad. El Faraónico: así las leyendas en los pechos de los alguna vez apodados discolocos que hoy peregrinan desde sus respectivas tierras con tal de revivir los días en los que portar mullet era obligatorio. Pocos están bajo la vara de los cuarenta, aunque todos se desenvuelven con soltura bailando. Acá las barrigas no estorban y las arrugas únicamente acentúan sonrisas. Se trata de una cofradía que se reconoce a distancia y se saluda haciéndose carantoñas. Nadie dudaría que estando aquí todos son felices, plenamente.
Apolinar me platicó que un día estaba poniendo discos en su casa en Tlatelolco cuando conoció a dos personajes que iban a ser definitivos en su futuro. “Eran Jaime Ruelas y El Conejo. Yo vivía en un departamentito de una recámara y pasaron ellos, dos niñitos. Se asomaron a una ventana y me dijeron: se escucha muy bonito, ¿es tuyo el equipo?, ¿nos dejas pasar? Nos hicimos amigos. Jaime coleccionaba discos de Gloria Gaynor y de esta morenita, ¿cómo se llama?, Donna Summer. También dibujaba muy bien. Le dije: Jaime, vamos a juntarnos, vamos a hacer flyers. Yo lo guiaba. Éramos chamacos y copiamos el logo de los Commodores para hacer el de Polymarchs. Después todos iban a imitarnos a nosotros. Modestia aparte, Polymarchs es el papá de los sonideros de México”. Muchos están de acuerdo con esto, hay que decir. Y el tiempo, despiadado con los que se han ido rindiendo en la ruta, le ofrece la razón a Poli.
Volviendo al espacio de Ciudad Deportiva, como luchadores al ring, de pronto saltan a escena otros imitadores. Se trata de émulos de Cher, la morenita esa, Donna Summer, y Divine. Tres entes membrudos con pelucas y harto maquillaje encima. Todos simulan cantar mientras un cuerpo coreográfico les rodea con piruetas. En su puesto, la gente medio atiende el show, quieta. En realidad faltan diez minutos para que la chifladera se desate. El reloj camina y la estructura atascada de luces que protagoniza la sala sigue apagada. Cuando el trío postizo se esfuma entre reverencias, suena “Blue monday” de New Order y el baile retoña entre asistentes. El público danza entre sombras, injerta movimientos de ballet con ejercicios aeróbicos. Un asunto glamoroso, seductor. Pululan bailarines que hallan impulso en esas líneas de bajo en octavas así como en aquellas melodías sintéticas que desparraman chaquira. Aglutinados en grupúsculos que se repiten a cada paso, se turnan para ocupar el centro de una hoguera simbólica mientras el resto observa embelesado el fuego dancístico. Un rito.
En la pista sin bordes hay apaches y reinas, travestis y porristas. También se encuentran divas cabareteras equilibrándose sobre sus tacones y sugar daddys brillando sus esclavas. Gel, harto tinte rubio. Miradas furtivas. Apenas tienen oportunidad, todos se escanean a la caza de coincidencias, anhelos y miserias. Bailando. Recorro el espacio asumiéndome inútil para replicar aquella danza, mejor busco cómo saciar necesidades básicas: para las tripas hay cerveza, tequila, nieve de limón y tacos de canasta; para la vejiga, sanitarios portátiles, insuficientes, perdidos en medio de una laguna de orines. Observo a quienes crecieron improvisando pistas de baile en las esquinas, justo cuando el mundo se dividía entre rockeros y cumbiamberos. De alguna manera este clan representa una forma de resistencia; puros sobrevivientes de una era en la que apenas empezaba a entenderse que las máquinas podían hacernos bailar.
Leyenda cierta: el apelativo de Polymarchs surgió de la unión del nombre de Apolinar con el de su hermana, María. “Así fue”, me afirmó el propio Poli cuando charlamos. “Éramos los dos muy chamacos cuando ella empezó a trabajar de secretaria. Ganaba un poquito de dinero y me decía: oyes, de mi raya te voy a prestar para que compres madera, resistol. Haz unos baflecitos para que sigas con el sonido. Polymarchs nació de una tabla y de un clavo. Aunque, mira, en algún punto mi hermana me dijo: Poli, esto ya no da más, Polymarchs ya murió, dedícate a otra cosa. Siempre andas debiendo dinero, sin nada en la bolsa. Pero yo insistía; si había que comprar cinco luces, pues compraba diez. Hacía ese esfuerzo. Es mi forma de pensar, dar más, aunque no pueda. Esforzarme. Le decía a mi hermana: sabes qué Mary, mi vida es esto. Nací para llevar la alegría del baile a la gente”.
Con los presentes ansiosos, apretujados al tiempo que aspiran un aroma enrarecido, en Sala de Armas al fin se echa andar el equipo pesado, en punto de las once. Alguien activa los botones necesarios para que el engranaje que sobre las cabezas se mantenía yerto comience con ejercicios de calentamiento. Se arranca lento, pero en segundos el ritmo es ágil. Se trata de una aparatosa maraña de tubos, cables y luces que trabaja con la precisión que ostentan las entrañas del Big Ben. Montones de pantallas de ledes, intrincadas hebras de líneas láser y luces de toda estirpe se mueven con la soltura de C-3PO. Generadores de niebla y lenguas de fuego apoyan el show. El público aprecia el acto azorado, con los teléfonos apuntando hacia todas direcciones mientras el logo de Polymarchs muestra sus virtudes en alta definición.
Por su lado, las bocinas revientan y las cajas torácicas retumban. Definitivamente el nivel de volumen es insano, resulta peligroso estar ahí. Entre el fuego y la apabullante cantidad de luces se genera un calor que me hace sudar mientras un dolorcito puntiagudo, muy al fondo del oído, me avisa que es mejor huir. Sin embargo nadie se queja, a eso fueron todos en realidad, a heredar un zumbido entre sienes, de por vida. Al fondo del tinglado está Víctor Estrella, quien toma posesión de las tornamesas torciéndose los bigotes y usando sus audífonos como una corona de espinas. “La música hará latir tu corazón, algo padre. Te vas a sentir muy bien”, me advirtió Apolinar en su momento. Pienso que cuando Ocesa todavía no asomaba la cabeza algo parecido a esto era lo único que existía. Durante décadas, Polymarchs significó la forma más certera de acercarse a lo que significa un concierto masivo.
“Todas las locuras que ves en los eventos de Polymarchs las hago yo. Para eso estudié Ingeniería en el Politécnico. Allí te enseñan a razonar, pero yo ya traía la creatividad por dentro. Porque yo no soy empresario; soy un apasionado. Yo no ando detrás del dinero”. Llegan a mí los decires de Apolinar mientras el armatoste que es Polymarchs trabaja. Se trata de un colosal artefacto de luz y sonido (disco-máquina, le llaman con reverencias) que a la vez opera como cápsula del tiempo. Una caja negra de dimensión celeste cuyas puertas abren los viajeros que retan calendarios con tal de internarse en su cosmos particular para bailar entre estrellas. Históricamente, las primeras citas tuvieron lugar con el pulso en los surcos del mencionado Ruelas, luego llegaría Tony Barrera, quien fallecería bajo oscuras circunstancias en 1998. Hoy se homenajea al último mientras en las pantallas se muestra a Apolinar entre el público, saludando sonriente. A pesar de la calidad de los monitores, no alcanza a notarse el resultado de su “accidente de pensamiento”.
Medio aturdido por el volumen de la música, pasada la medianoche salgo de Sala de Armas, todavía acordándome de mi cita con Apolinar. Echo a un bote de basura los tapones para los oídos que improvisé con papel sanitario al notar que al fin ha dejado de llover. Se siente bien respirar aire fresco al tiempo que la música se va alejando con cada paso que me acerca al metro Ciudad Deportiva. Cavilo, medio ido, tal como hizo Apolinar cuando se voló los dedos. Y meto las patas a un charco hondo sin querer. “Ese día del accidente estaba haciendo un diseño para Polymarchs y puse a trabajar la sierra. La levanté más de lo normal, unas dos pulgadas. Estaba yo pensando y pensando. Qué voy a hacer aquí. ¡Ah, allí está el problema!, dije, y que bajo la mano. Y ¡fuuum, adiós dedos!”. Eso ocurrió recientemente, apenas hace un año, según me explicó Apolinar, carcajeándose al recordar cómo iba camino al hospital y uno de sus dedos no aparecía. En el trajín, éste acabó bajo uno de los tapetes del coche que llevaba al nosocomio al buen Poli.
“La sierra se los llevó todos. Y sí, los cosieron, pero uno ya no se pudo arreglar y me quedó así”, me decía Apolinar, enseñándome el dedo mocho. Y todo por andar pensando. Por obstinarse con la idea de morir siendo quien “llevó el baile a todos los rincones. La alegría”. Personalmente, más allá del asunto de usualmente andar en las nubes, ensimismado, me veo identificado con Apolinar porque ―y al decir esto me barro con la mirada, para hallarme tembloroso de tan empapado― voy saliendo de una de las fiestas más grandes de las que se tenga memoria en esta sucia greña de avenidas llamada Ciudad de México y no bailé. O sea: fui a ver a Polymarchs y no bailé. “Yo tampoco sé bailar”, me dijo Poli en nuestra cita. “He armado unos 3 800 bailes en 48 años tocando, pero no sé bailar. Y aunque me dedico a esa música, así, bailable, discotequera pues, la verdad es que a mí me gusta más la música romántica instrumental de mi pueblo, de mi costa chica. Lo que menos escucho es lo que nosotros ponemos. El taquero no quiere comer tacos”.
*Este texto apareció originalmente en Gonzine. XV años de crónica de sabotaje. Miedo y asco en México.
*Polymarchs se presenta el 31 de diciembre de 2024, a las 22 hrs., en el Ángel de la Independencia.
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