The Beatles. Hay quienes desayunan, comen y cenan eso. Y de lo mismo hablan sus paredes y sábanas, sus ropas. Su vida toda. The Beatles. Cuatro ingleses que en alrededor de diez años definieron el futuro de la música pop para desde ahí alterar el ritmo de rotación terrestre. Un fenómeno que hace rato rebasa la velocidad del sonido. Dos de esos sujetos quedan vivos, y uno está por allá, cerca del escenario; frente a éste, aquí, se aglutinan aquellos cuya dieta, muros y prendas, sí, su existir todo, sólo se explica con el temario bitle.
El tianguis de mercancía pirata que se tiende alrededor del Estadio GNP Seguros pregona mentiras a medias con tal de vender. Se alega que dentro no hay papel higiénico y que se pasará hambre, sed y frío cuando quienes hacia las gradas andan saben que el calor y el sustento se halla en los discos firmados por ese tipo que, más tarde él mismo dirá, viene del norte de Inglaterra. Esta postal, la del desfile callejero con personas disfrazadas de los Beatles en la fase Pepper, canturreando, tomándose fotos, nació en 1993, cuando Paul McCartney llegó por vez primera a México.
Estuve ahí entonces, acudí ayudado de muletas, tenía una pierna rota. Fue aquel un encuentro definitivo en mi vida, aunque varios años atrás el imaginario bitle ya me había tocado. Hoy, mientras camino hacia mi lugar tras cruzar un par de filtros de seguridad, procuro dejar entre pasos mi escepticismo. Algo en mí me hace creer que ya lo he visto todo y me pregunto por qué extraño la extrañeza. Claro, he estado frente a Paul McCartney todas las veces que ha pisado la Ciudad de México, y por supuesto que conozco su discografía de cabo a rabo e incluso he viajado a Liverpool en tres ocasiones con tal de santiguarme ante las aguas del Mersey. Soy de los que desayunan, comen y cenan eso; mis paredes craneales tienen colgados cuadros de la misma cosa. El de los Beatles, a estas alturas debería asumirlo, es el cancionero más importante de mi vida. Allá en el ayer o cuando sea. Here, there and everywhere.
Sin embargo dudo. Y me refiero exclusivamente a la voz de Paul, últimamente inestable; aunque confío en que saldrá adelante. En ese sentido, intencionalmente no reviso los listados de canciones que el artista ha venido atendiendo en Sudamérica y Monterrey, sus paradas previas. Busco sorprenderme y despedirme de él así, azorado como la primera vez, décadas atrás. El año pasado estábamos en las mismas, creyendo que no volveríamos a verlo en directo, y míranos, aquí de nuevo, me dice un colega chileno que sigue a McCartney por diversos países siempre que sale de gira. Y tiene razón. Aunque hoy algo nos hace creer que en verdad no habrá más después de esta visita. Luego la vida pesa, vence la espalda, carcome las voces y nubla las miradas. Es cruel. Afortunadamente por la noche el ambiente apaga cavilaciones funestas, cuando de las bocinas del recinto escapan “Temporary secretary” y “Pretty boys”: el pre.
De pronto el volumen se eleva. “Can´t buy me love” abre brecha formalmente, con Paul en el centro de la escena. Nace así un espectáculo que significa un viaje por los momentos más importantes que la música ha ofrecido en los últimos sesenta años. Es imposible encontrarse con un artista vivo poseedor de un temario así de importante, tanto en el frío terreno numérico como en el imponderable talante sentimental. Acaso los Rolling Stones darían batalla. Macca da cátedra. Habría que contemplar que el término leyenda, tan manido cuando de música pop se habla, frente a él pudiese ir quedándose corto. Por su lado, el público hace su labor de manera excepcional, como siempre; se derrumba ante los gestos de Paul, aunque fundamentalmente honra el acto de escucha, de modo ejemplar. Personalmente, antes de que el coro del primer tema llegue, todas mis dudas se esfuman; la ilusión, si ha de encapsularse, siempre cabrá en una tonada que ronde los dos minutos de duración e ignore la infamia del fade out (a menos que se trate de “Hey Jude”).
En el tour-fab-four, la travesía va de “Love me do” a “Now and then”, aunque se visita la prehistoria con “In spite of all the danger” (The Quarrymen). A su tiempo, McCartney certifica al micrófono que en realidad existe Abbey Road y que “Get back” no es un invento de Disney; aprovechando, también demuestra que en las húmedas catacumbas del Cavern Club se cinceló el perfil bárbaro que caracteriza a “Helter skelter”. La memoria de George Harrison y John Lennon se honra con textos litúrgicos del calibre de “Something” y “Here today”. Esto es como treparse a un columpio empujado por una morsa dientona, ir de un tierno susurro en la cuna a las alturas vertiginosas del ácido lisérgico. Un legado impecable resuena, aunque con fecha de caducidad en el mundo digital; hoy en día, a diferencia de lo que sucedió con la generación britpop, quizá la última que valoró cabalmente la discografía bitle, si a diez jóvenes se les pregunta quiénes fueron esos cuatro, acaso la mitad conocería la respuesta. La popularidad se debilita, y Jesucristo lo sabe (desclávate de la cruz, John).
De los días de Off the ground sólo sobrevive el tecladista de la banda, Wix Wickens; y en ese sentido se extrañan tracks de álbumes como Flaming pie, Driving rain o Chaos and creation in the backyard. A cambio, se atienden destellos incluidos en New, Memory almost full o Kisses on the bottom. Por otro lado andan “Jet”, “Let´em in”, “Band on the run”, “Live and let die”… el breve repaso por la era Wings que se torna exquisito con un ejército de drones trazando por los aires una inmensa W, la letra que caracterizó aquellos tiempos, además de un despliegue pirotécnico acentuado con luces eléctricas y fuego. Ante todo esto, ¿a quién podría importarle que la voz de Paul luzca mermada? Vaya, ese tremor incluso adhiere drama a “Blackbird” o “Yesterday”, temas con ambientaciones cósmicas y crepusculares. De hecho, justo allí se comprende que hace rato el cantautor ha asumido el desafío más importante de su carrera: confrontar la edad sin descolgarse ese bajo con forma de violín con el que llegó a la cima durante los años sesenta.
En noviembre de 1993 yo vivía el momento más complejo de mi adolescencia. Me había roto el peroné y la tibia y mi futuro lucía como un polvorín, tal como mi vida sentimental. Un desgano general, inusual para una era tan briosa, me doblaba mientras mi visión se nublaba. El nowhere man. Por casualidad, meses atrás leí en el periódico que en un centro comercial cercano a mi casa arrancaría la venta de boletos para McCartney. Recuerdo haber llegado cojeando a un mall prehistórico sobre Calzada de los Misterios, bien temprano. La cajera consiguió la proeza con dificultad, cobrándome al final como si yo hubiera comprado un refresco. Salí de allí con mi entrada, analizándola milimétricamente, y la coloqué en la vitrina del comedor de la casa de mis padres, se trataba de algo digno de admirarse. Solía ver ese pedazo de papel y sentir esperanza. Conforme avanzaban los meses, añoraba que, más allá de que mejorase el desastre emocional que me rodeaba, mis huesos sanaran para ver a Paul en plena forma, cosa que no ocurrió.
Hablo de cuando se compraban discos, y hasta se escuchaban. Del tiempo en que el bagaje bitlero se construía sólidamente con revistas de papel revolución y los comentarios que entre temas los santos locutores de Universal Stereo soltaban; había que tener casete y pluma a la mano, y el corazón dispuesto. Ahora, en 2024, frente a McCartney, otra vez, y desde una posición bastante similar a la de aquel primer encuentro, observo cómo el cielo se ilumina con estrellas robóticas dirigidas a control remoto, aprisionando un dispositivo en mis bolsillos que aloja prácticamente todo el conocimiento que la humanidad ha acumulado. Allá, el músico forma con su manos acordes y símbolos amorosos que proyecta a la multitud, porque uno recibe lo que da, como él mismo señaló en ese álbum donde cruza descalzo una calle. Aquí, asiento cuando escucho que habrá respuesta a mis preguntas, pues la clave está en dejar ser. Existir es permitir vivir y morir.
Ayer y siempre, en todas partes, querido Paul, por tanta ayuda, gracias.
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