‘Nosferatu’: El regreso del vampiro (sin colmillos y con bigote)

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¿Alguien en la sala ha venido con la intención de asustarse, de sentir miedo? Eso me pregunto cuando las luces se apagan y la versión de Nosferatu de Robert Eggers arranca. Repaso pronto las edades de los presentes, somos pocos. Todos sabemos cómo acaba la historia que vamos a ver, para empezar, así que, ¿cómo sorprendernos? Para nosotros, las andanzas de ese vampiro son tan populares como las de Bart Simpson o Bob Esponja. Es decir, hemos venido al cine a buscarle tres pies al gato y, además, lo hacemos ya bien lejos de la temporada de Halloween.   

A estas alturas en realidad resulta complicado que un filme vampírico deslumbre en las salas comerciales. Ya se han abordado suficientes posibilidades alrededor del tema; de Los muchachos perdidos a Drácula, de Entrevista con el vampiro a Crepúsculo; de Sólo los amantes sobreviven a Lo que hacemos en las sombras. Desde mi ver, con Nosferatu. Una sinfonía de horror de F. W. Murnau y El vampiro de Fernando Méndez (con la actuación protagónica de Germán Robles) bastaría. Sin embargo la lectura de Eggers, basada fundamentalmente en el clásico de 1922 antes citado, alcanza a engatusar.

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Ya se conocen las dotes de Robert, su labor en La bruja y El faro revelan una buena mano para recrear postales de corte arcano. Si a esto se le agrega que el director desde hace tiempo le traía ganas a la historia ideada por Bram Stoker, pues se espera que aparezca un felino con tres patas en la pantalla. Ciertamente es éste un enero particularmente frío, pero el también artífice de El hombre del norte sí que alcanza a proyectar un sentir gélido al espectador: el de haber estado vivo hace 200 años. Y esto va más allá de un asunto meramente climático, porque ahí, en la pantalla, se asoma una sociedad miserable, ignorante, enferma. La clase de oscuridad que (perdóneseme el lugar común) hiela la sangre. El miedo, lejos de engendros de fantasía, siempre ha estado en nosotros.

La historia cuenta que en su momento esa glacial podredumbre social, acentuada en Rumania, terminaría por infectar a una Alemania “pulcra y progresista” vía marítima, todo gracias a las ratas que tocan tierra para propagar la peste. Aunque luego el asunto se pone poético, cuando se sabe que en ese mismo barco maldito viaja el Conde Orlok, de Transilvania a Wisborg. Aquel ente, sombrío durante la mayor parte de la película, uñoso y de voz cavernosa, es nada menos que la lujuria encarnada. Dermis varicosa y reseca, plena de costras y llagas. La piel de la maldad y la demencia. Así, se entiende que quien busque escapar de los arriscados picos de la soledad, cruzando mares para saciar su vacua obsesión, será siempre un monstruo. El deseo es de tal manera sinónimo de blasfemia, síntoma de demencia.

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Es en dicho terreno que Bill Skarsgård (Nosferatu) se esconde del espectador bajo capas de maquillaje y múltiples prótesis, con voz hondísima, cual calabozo mohoso. Es sabido que el actor tuvo que entrenar con tal de bajar su registro vocal. Sobre ese andar, los susurros erotizados de Lily-Rose Depp (Ellen Hutter) también resaltan, infinitamente más que su pobre desempeño actoral (cuando recurre a la baratija de las contorsiones corporales para generar espasmo, causa bochorno). Y ahí, donde los oídos atienden, Robin Carolan no escatima en cuanto a instrumentación a la hora de confeccionar la banda sonora. Sobre ella, la música que acompaña la narración, se ha dicho que Béla Bartók fungió como espectral ejemplo.    

Por su lado, el genial Willem Dafoe (Albin Eberhart Von Franz) simboliza el cruce entre ciencia y esoteria. Por desgracia toma un papel cómico que provoca un sentir inquietante, tal como el que produce Nicholas Hoult (Thomas Hutter), quien en ese primer encuentro con el ente oscuro en su castillo, a punta de sudor intenta reflejar el pánico que genera hallarte con eso que ni nombre tiene y que no es más que la sapiencia de tener enfrente a quien le roba el aliento a tu pareja, ese personaje que le visita por las madrugadas para provocarle estertores entre sábanas. Ante tal afrenta, andar por la vida con la sangre drenada es factible si al final se cobra venganza con un pico de buena punta.

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Eggers homenajea a Murnau y al expresionismo alemán, y por ello precisamente su Nosferatu se advierte como una obra cargada de simbolismo e intensiones. Prevalecen así las sombras alargadas y las falanges inmensas, torcidas como un ramaje; aunque se van los chupetones en el cuello para mejor morder entre costillas; eso sí, sin colmillos descomunales a la vista. Se queda entonces el engendro senil y perturbado, sabio y misántropo; pero desaparece el vampiro metrosexual y popular, frívolo y seductor. Se vuelven allí comprensibles las quejas que van y vienen en diversos foros virtuales. Gente que apela al bigote del vampiro, impostado y estorboso, dicen algunos, para usarlo como pretexto y así plantear que se trata de una película que no da miedo.  

No olvidemos que, sí, forma parte de la cultura pop, ese conde de Transilvania; pero se llama Orlok; no Bart, tampoco Bob. Y por ese hecho merece un trato diferente. E igualmente recordemos lo que dijo Francois Truffaut alguna vez, que sería una pena que en el futuro la obras cinematográficas fueran juzgadas por personas que desconocieran la obra de Murnau. En realidad Robert Eggers ha tomado la responsabilidad de mantener viva la franquicia vampírica con las herramientas que ha elegido usar, es decir, ha empaquetado el producto una vez más, metiéndole mano aunque respetando su fórmula original. Es bajo tales puntos que podríamos calificar efectivamente sus resultados. 

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