La materia con la que está hecho James Newell Osterberg Jr. debería ser analizada científicamente para así entender con cabalidad su excepcional constitución. ¿Por qué se comporta como lo hace? ¿De dónde nace su ímpetu? Los gerontólogos tienen allí un objeto de estudio inédito, sorprendente; porque en menesteres punketas esa misma masa de carne y huesos ya ha recibido cualquier cantidad de observaciones a lo largo del tiempo. Se trata de un hombre que a la fecha presume 77 años de edad y se halla capacitado para pasarle corriente a bólidos desmayados con sólo alzar su dedo medio, bien erecto en medio del escenario.
FOTOS:: Michelle Martínez Ayala
Arribamos dos colegas y yo al sitio que semanas atrás anunció la presencia de Iggy Pop. Lo hacemos con bastante antelación, así que tomamos asiento en el pasto mientras la hora llega. Charlamos, tomamos cerveza. Uno de ellos coincide conmigo cuando le cuento que llegué a pensar que me iba a pelar de este plano sin haber visto al de los Stooges en directo; el otro asegura categórico que se trata de un espectáculo sobrado de watts. Los tres hemos sobrevivido al cansancio propio de un fest del calibre del Corona Capital; personalmente, mi nave anda medio indefensa tras experimentar un intento de robo, mi teléfono. Cosa que me tiene encabronado.
Ocurrió bajo el puente de la estación Ciudad Deportiva del metro. Aprisionado en un tumulto artificial provocado por tres ladrones frente a un puesto de tamales, alcancé a sentir cómo mi teléfono huía del bolsillo delantero de mi pantalón e intercepté la escapada para toparme con la garra de la ratona, una mujer joven que al verse descubierta comenzó a chillar, gritando, señalándome mientras se tapaba un párpado, reclamando que la había lastimado (curioso, cuando precisamente ella era quien me estaba picando los ojos). A su berrido reaccionaron dos sujetos que, entonces noté, llevaban rato custodiándome. Me cerraron el paso a la voz de no se quiera pasar de verga. Me escabullí en silencio, sin un rasguño.
Esta onda, la de andar a las vivas, la de no conseguir relajarte ni siquiera en los momentos en que resulta urgente hacerlo, exaspera. Intento olvidar el conato de atraco mientras el de Michigan se alista en su camerino para al fin ponerse bajo reflectores. Intrépido, con la mata flotante, avanza dando saltos al son de “T.V. eye”. Su ritmo impone al primer toque, eriza el cuero porque lo traspasa. Aquel trae encima un chaleco brilloso que avienta a los pocos compases, presumiendo así una cadena de perro bravo al cuello mientras hace malabares con el atril del micrófono. Luego se va derecho con “Raw power”, inclemente. Tras su curveada espalda, una sección de metales va colocando acentos con tino a la hora en que Joan Wasser robustece el trabuco sobre las teclas.
La música de Iggy Pop, desde siempre, anida en los oídos de los citadinos noctámbulos, y esa consistencia asfáltica, inmunda y guarra, como todo aquel que de bulevares y callejones sepa, matices posee. El rubio bien podría irse tendido, pero apunta hacia parajes más o menos apacibles, por ejemplo, con una espléndida versión de “Gimme danger”, a la cual siguen dos hits indomables: “The passenger” y “Lust for life”. Imitar al cantante, con los brazos peinando el aire, siguiendo esos adictivos lalalalalas, cruzando así la arteria más oscura de la carretera de nuestras vidas con el volante tras los puños, carece de madre. Cómo pude perdérmelo antes. Y ni hablar de abandonarse, con licor y drogas bajo la solapa, tal como Johnny Yen solía, ante el indómito pulso que marca la corretiza que tiene lugar en Edimburgo en Trainspotting, éste cortesía de las baquetas de Urian Hackney y la ayuda de Brad Truax (Interpol), quien se cuelga el bajo delante de los muslos y saca la barriga con las piernas haciendo compás (así se extraña menos a Matt Sweeney).
Sorprende la presencia de Ale Campos & Nick Zinner. Ella, con raíces argentinas y residencia en Miami, líder vocal de Las Nubes; su debut en los escaparates tuvo lugar en el video de “Loves missing”. Él, neoyorquino, responsable, nada más, del acero en el temario de los Yeah Yeah Yeahs. Sin embargo, hay otro experto en guitarras tras bambalinas: apreciando el espectáculo sonriente, Jack White luce lo suficientemente entusiasmado como para abrir su acto en otro escenario, minutos más tarde, con la que el del torso desnudo elige para anteceder “Search and destroy”: “I wanna be your dog”. Iggy, por su lado, se sacude retando al público. Atraviesa el espacio soltando puñetazos contra el éter, como si el enemigo fuese un vendaval invisible que buscase ralentizar la carrera loca hacia el abismo, ese que se tiende una vez que la tonada de “Some weird sin” agarra forma.
El canto rasposo y soez de Iggy Pop vive en la contorsión. A veces se entona de pie, otras echado en el suelo, pero siempre desde ahí, desde el retorcimiento que es a su vez amenaza. El tipo escupe, maldice y ladra tras simular introducir en su trasero el atril del micrófono para luego invitar a la gente a ayudarle cuando los coros llegan. Desde las pantallas inmensas que enfocan su silueta, se aprecia claro que posee el bronceado que los que se bañan en la madrugada presumen. Es sabido que la piel humana cuenta con alrededor de metro y medio de superficie; en el caso del de “I´m sick of you”, apenas el espacio necesario para que quepa el mapa que con los años el tipo ha ido dibujando. Restaría indagar en cada pliegue con lupa, buscando entender, empezando por ahí, de qué esta hecho ese hombre de casi ochenta años de edad con ímpetu inquebrantable. Perro bravo y desobediente. Punketa inmundo y guarro que enchueca la boca recordando lo que ha venido haciendo desde antes de “1970”.
Porque sí, arrancó con lo suyo en los años sesenta, con The Iguanas. Y al mando de The Stooges vivió la llegada de la nueva década para desbalagarse consumiendo drogas de alto grado adictivo y terminar ocupando un cuarto en el Neuropsychiatric Institute de Los Ángeles, donde David Bowie iría a visitarlo con tal de poner su nombre de nuevo en las grandes marquesinas. Iggy Pop no ha parado de hacer música desde entonces. Él mismo cuenta que la muerte se halla en la indiferencia y el aburrimiento, de ahí que tome el escenario con la idea de prenderle fuego y busque en quienes le admiran el modo de interceptar desilusiones y sueños; en tal cacería, fue de los primeros que se arrojó a la audiencia con tal de nadar entre cuerpos, infectando a los afortunados que lo tocaban de… ¿de qué? De obscenidad y desenfreno, ¿de qué mas?
Gimme some skin, honey, gimme some skin, cantaban los Stooges. Frenesí, carnal, es sólo eso, me digo cuando suena “Frenzy”, señal de que el concierto se acaba. Y me largo de ahí recargado. Falta poco para que vuelva a cruzar aquel puente calamitoso plagado de ratas. Esta vez me iría encima de esos malandros. Ladrando, escupiendo y maldiciendo. Bastaría que se atrevieran a ponérseme enfrente.
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