Rodolfito toma el escenario con la seguridad de haberse guardado en el bolsillo el recuerdo jubiloso de una velada de invierno ante miles en el Zócalo capitalino, hace apenas unos días. Es decir, muy probablemente la mayoría de los que hoy visitan el Auditorio Nacional están al tanto de lo que el músico tiene preparado para esta noche, pero, ¿les importa, a ellos?, ¿al propio artista le interesa que así pase? ¿No uno ofrece un beso, un corazón, más o menos a sabiendas de lo que va ocurrir y de todas maneras hace entrega?
Bajo tales parámetros la cita transcurre. Latido tras latido, se repasa un historial de recuerdos que arranca a mediados de los años ochenta del siglo pasado; ese camino andado de lado, aquellos años salvajes plenos de giros que, hoy se entiende, dan cuenta de una naturaleza sanguinaria cuyas ansias se encontraron siempre en una sola probabilidad, la de que el mundo cupiera en una canción. Tarea dura porque, bueno, hay tantas emociones y tan pocos acordes; o sea, la sensibilidad llega tan lejos… ¿cómo hacerla encajar en las octavas que un teclado alberga?
Con todos sus manierismos y sus rizos canos, sello de personalidad; las tonadas y las rimas, impronta de ingenio. Ahí anda Fito, con esa suerte de túnica de manga ancha, hablando de cada mirada, de cada sensación, de cada proyección vital. Refiriéndose a las mentadas mariposas estomacales que algunos han sentido algún día, producto de la liberación de neurotransmisores cerebrales. El hombre se presenta a la caza de la piedra filosofal que en los difuntos deliciosos yace, allá, donde los barrios son mezquinos. Se defiende pensando en el amor que abre heridas como palabras al viento al que pervive más allá de sí mismo, desdoblándose para retoñar.
Es el suyo un temario enriquecido con metales que gana grosor en temas como “La balada de Donna Helena” y su trance brujeril, o “Ciudad de pobres corazones” y su mantra melódico. Un cancionero que recurre a las palabras de Clarice Lispector al decir que perderse también es hacer camino y que con éxito busca el ritmo que une a Latinoamérica “Detrás del muro de los lamentos”. El del piano tiene los trucos necesarios de su lado, finalmente él mismo lo admite; viene de la escuela de Charly García y Luis Alberto Spinetta, y es al segundo a quien recuerda con “Pétalo de sal”, diciendo que el de Almendra poseía todas las bondades de las cuales el mundo actual carece.
Rodolfito, mirémoslo. Él puso las canciones en los walkman porque viene de otro momento, lejano, uno de cintas y discos, de abrazos de carne, algo casi imposible de comprender ahora mismo. Así de grande es. Bajo esta perspectiva, el rosarino es sobreviviente de un entender del mundo en el que, a la bitle, el amor permeaba el todo. Es importante su figura en el presente de Iberoamérica pues esperanza. Su aguileño perfil señala cierto confín donde el destello priva; encontrarse con tal oportunidad en un presente donde la realidad derrumba significa creer —en algo, seguir de pie—, y eso ya es bastante.
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