Crónica: Powerwolf desata la santa misa del heavy metal en la Ciudad de México

Fotografías: Johanna Malcher

El pasado 23 de abril de 2025, en el Auditorio BB, no se celebró un simple concierto. No. Lo que ocurrió esa noche fue una misa pagana, una ceremonia de fuego, sangre y fe profana encabezada por los sumos sacerdotes del power metal germano: Powerwolf. A las ocho en punto, sin un segundo de retraso, se abrieron las puertas del inframundo y comenzó la liturgia más delirante que la Ciudad de México haya presenciado en mucho tiempo.

El escenario se levantaba como una catedral herética, un altar gótico custodiado por vitrales falsos, columnas negras y tres coronas envueltas en llamas que brillaban como ojos de demonio. A los costados, dos hombres lobo vigilaban los flancos, estáticos pero amenazantes, como esculturas animadas por un oscuro conjuro. En el centro, justo delante del fuego, emergía un gigantesco lobo que parecía rugir con los primeros acordes. Todo estaba listo. Todo ardía. Todo temblaba.

Cuando sonaron las primeras notas de «Bless ’em With the Blade», la multitud explotó. El suelo crujía bajo los saltos sincronizados de miles de devotos metaleros. Muchos vestían de negro riguroso, pero destacaban decenas de chicas disfrazadas de monjas, con hábitos rotos y maquillaje cadavérico, como si fueran parte del clero maldito que acompaña a Powerwolf en cada una de sus cruzadas musicales. Desde ese momento, la noche se convirtió en un frenesí sin tregua.

Attila Dorn, con su imponente presencia y voz de barítono profano, se paró en el centro del escenario como un predicador venido de Transilvania. “¡México!”, rugió, “¡Es un honor comenzar aquí nuestra gira latinoamericana! ¡Están locos, y los amamos por eso!”. La respuesta fue una ovación ensordecedora. En ese instante, ya éramos su ejército. Su ejército de heavy metal.

«Incense & Iron» fue el siguiente ritual. Y como en una auténtica misa blasfema, los coros se alzaban como plegarias oscuras: «Bring down the hammer of the gods!» Mientras, los hermanos Greywolf —Falk Maria en los teclados, Charles y Matthew en las guitarras y bajo— se movían como bestias poseídas, recorriendo el escenario con la precisión de un ballet infernal. Incluso el baterista Roel van Helden, desde su trono elevado, golpeaba como si sus tambores invocaran tormentas.

La secuencia fue implacable: «Army of the Night», «Sinners of the Seven Seas», «Amen & Attack». Attila se detenía entre canciones no para descansar, sino para conducir a su congregación. “¡Muéstrenme sus cuernos!”, gritaba. “¡Esto no es una guerra, es una fiesta, una misa de heavy metal!”. Y el público obedecía: manos al aire, saltos coreografiados, una sinfonía de gritos guturales. Incluso hubo un momento en que pidió que todos encendieran sus celulares y, de pronto, el auditorio se transformó en un océano de luz, como si un millón de estrellas descendieran para presenciar el espectáculo.

Powerwolf no da conciertos. Convoca rituales.

Siguieron himnos como «Dancing With the Dead», «Armata Strigoi», «1589», y el ya clásico «Demons Are a Girl’s Best Friend», que provocó una auténtica ovación. Las luces, las imagenes de lobos ad hoc a cada canción, el fuego que emergía a sus espaldas… todo estaba perfectamente calculado, como si una secta milenaria hubiese ensayado este rito durante siglos. Cada canción era una batalla, cada coro una declaración de fe.

En «Stossgebet», los golpes de batería parecían martillazos sobre una cruz invertida. En «Fire and Forgive», las guitarras gemelas tejían melodías tan pegajosas como infernales. Y cuando sonó «We Don’t Wanna Be No Saints», ya no había espacio para la cordura: el público estaba completamente entregado, un rebaño salvaje bajo el influjo de cinco músicos vestidos de monjes infernales.

La recta final del setlist principal fue una trinidad de locura: «Alive or Undead», «Heretic Hunters» y «Sainted by the Storm». Attila, como buen pastor de lo impuro, animaba sin parar: “¡México, ustedes son absolutamente maravillosos, me faltan las palabras!”. Y luego, con gesto solemne, bendijo a todos con incienso imaginario, mientras la bandera con el logo de Powerwolf ondeaba al fondo como estandarte de una cruzada ganada.

La falsa despedida llegó con «Blood for Blood (Faoladh)», pero nadie se movió. Todos sabíamos que faltaba el encore. Y cuando los lobos reaparecieron en las pantallas, remando hacia la guerra al ritmo de cánticos siniestros, el estallido fue inmediato. Volvieron con «Sanctified With Dynamite», una explosión de pólvora, riffs y coros incendiarios.

«We Drink Your Blood» fue el punto más alto de la misa. Miles de voces coreaban como poseídas: “We drink, we drink your blood!” Y por si eso fuera poco, el final llegó, tras alrededor de 10 minutos interactuando con el público, dando instrucciones para disfrutar del último bocadillo, con «Werewolves of Armenia», una declaración de principios, un canto a la licantropía, la hermandad del metal y la eternidad del fuego.

Cuando las luces se encendieron y los músicos se reunieron al centro, Attila alzó los brazos y pronunció sus últimas palabras:“Ami gos, son tan maravillosos… Somos una gran familia de heavy metal, y somos muy orgullosos de formar parte de ella. Sin ustedes esto no sería posible. ¡Prometo que volveremos a la Ciudad de México!”. Eran las diez de la noche. El infierno acababa de clausurarse. Dos horas exactas de misa infernal.

Powerwolf no vino a tocar canciones. Vino a predicar. Vino a confirmar que el metal no es solo un género: es una religión. Y esta ciudad, una de sus catedrales más fervientes.