Crónica: Haggard en la Carpa Velódromo Olímpico – Sinfonía entre tinieblas y esplendor

Fotografías: Yussel Barrera //

La noche del 22 de abril en la Carpa Velódromo Olímpico fue, para cientos de almas expectantes, una cita con el barroco de la devastación, con la épica del dolor y la catarsis. La velada prometía historia, y Haggard, con su barroquismo brutal y academicismo oscuro, no defraudó. La gira mexicana de los alemanes —que también tocó tierra en las ferias de Zacatecas y San Luis Potosí— culminó en la capital con un concierto que pareció más bien una ceremonia, una liturgia pagana entre corcheas, guturales y violines.

Apertura con Obesity: la técnica como fuerza tectónica

A las ocho en punto, como un reloj suizo, subió al escenario Obesity. No hubo palabras vacías ni protocolos, sólo música. Esta banda mexicana, una de las más sólidas exponentes del metal progresivo instrumental en el país, desplegó una ráfaga de virtuosismo quirúrgico. Riffs monumentales con alma matemática, cambios de ritmo vertiginosos y una sincronía que parecía de otro planeta. Durante media hora, las luces blancas y rojas cortaban la penumbra como bisturís, acompañando una ejecución milimétrica. El público, aún con energías intactas, respondió con una mezcla de asombro y respeto. Fue la apertura ideal: intensa, precisa, sin palabras, dejando el aire cargado de tensión creativa.

A las 9:10, el retumbar de la historia

Y entonces sucedió. Las luces se atenuaron hasta fundirse con la oscuridad. Un murmullo grave, casi un susurro orquestal, comenzó a salir de las bocinas. Poco a poco, la flauta se hizo presente, como una luciérnaga solitaria en la noche. Fue el preludio que nos advirtió: Haggard estaba aquí.

Con 18 músicos en escena —entre ellos violinistas, flautista, guitarristas, tecladista, baterista, cantantes clásicos y guturales, chelista, oboísta y hasta contrabajo—, el espectáculo era una postal dantesca y majestuosa. La primera canción fue “Pestilencia”, una pieza que parece salida de una misa medieval interrumpida por una batalla campal. La sección de cuerdas abría el paso a riffs demoledores, y Asis Nasseri, con su presencia magnética, nos recordaba que él no sólo es el fundador, compositor y voz gutural de Haggard, sino también su espíritu rector.

“¡Arriba las manos!” —gritó en español, y la Carpa respondió con júbilo. Su conexión con México es auténtica, palpable, cultivada a través de años de fidelidad mutua. No es casualidad que el país sea uno de los lugares donde más se les idolatra.

Un viaje a través de los siglos

Haggard no es una banda, es un carruaje de guerra que atraviesa los siglos. Cada canción es un capítulo en su propia historia. Tras la poderosa “Heavenly Damnation”, llegó “The Final Victory”, donde las voces líricas dialogaban con los gruñidos de Nasseri en un duelo que parecía escrito por Dante y musicalizado por Bach y Slayer a la vez.

La audiencia, ecléctica y entregada, se movía entre camisetas de Epica, Therion, Nightwish, Fleshgod Apocalypse y hasta Wagner. En México, el metal sinfónico ha encontrado un refugio cálido. Gente que jamás se acercaría a bandas extremas, aquí cae rendida ante la furia elegante de Haggard, porque lo suyo no es violencia sin sentido: es arte con puños de hierro.

“Of a Might Divine” y “The Sleeping Child” marcaron un clímax emocional. La interpretación de “La Terra Santa” fue otro punto alto, con arreglos que hacían retumbar hasta las vallas. Luego llegaron “Seven From Afar” y “Tales of Ithiria”, donde el piano y las flautas se cruzaban como pájaros góticos sobre un cielo de guitarras eléctricas.

Uno de los momentos más curiosos fue cuando, entre risas, tocaron un fragmento del intro de “Breaking the Law” de Judas Priest, que también visitará México próximamente. El gesto fue recibido con carcajadas y gritos de aprobación: un guiño perfecto entre metaleros de distintas generaciones.

La caída de la noche, la ascensión de los astros

La segunda parte del concierto fue un desfile de obras maestras. “Per aspera ad astra” se sintió como un himno fúnebre dedicado a los héroes olvidados. “The Observer”, “Herr Mannelig” —ese antiguo canto sueco— y “Awaking the Centuries” crearon un trance colectivo. Las luces azules y violetas jugaban con las sombras de los músicos, mientras las notas se estrellaban contra las paredes de la carpa como olas melódicas.

“Eppur si muove”, que narra el conflicto entre la ciencia y la fe, fue una sinfonía con filo de navaja. La emotiva “In a Fullmoon Procession” y la melancólica “Upon Fallen Autumn Leaves” parecieron escritas en el mismo idioma que el viento. El público, absorto, parecía no respirar.

Encore: una ofrenda a México

El encore fue breve pero simbólico. El escenario volvió a oscurecerse, y los músicos reaparecieron con una actitud solemne. Tocaron una versión instrumental y acústica del Himno Nacional Mexicano, con flauta, violines y piano. Fue un gesto de respeto profundo, ejecutado con una belleza que arrancó lágrimas y aplausos.

Y entonces, el cierre perfecto: “Hijo de la Luna”. El cover de Mecano, adaptado por Haggard con un dramatismo tan íntimo y trágico que ya no pertenece a los españoles, sino a ellos. Fue un final redondo, poético, con la voz femenina flotando entre las notas como un eco de ultratumba.

Epílogo de una noche inolvidable

Haggard no vino a dar un concierto. Vino a contar una historia. A desgarrar los velos del tiempo. A hacernos sentir que aún hay belleza en el caos, aún hay luz en medio de la negrura. Y México, una vez más, les respondió con devoción. Porque cuando una banda convierte el metal en sinfonía, y la historia en catarsis, el resultado no es otra cosa que arte.

Asis Nasseri lo sabe. Y nosotros también.