Las escenas representadas en cada una de sus ilustraciones son dramatizaciones gráficas de un colorido picnic o una fiesta de disfraces, en apariencia, dado que los asistentes son seres que pertenecen a un universo donde lo cotidiano dialoga con lo fantasmal y lo siniestro. Sin embargo, los personajes no poseen una apariencia aterradora sino un atractivo que les confiere un encanto particular y que sugiere la existencia de una biografía fantástica.
Las ilustraciones, a su manera, funcionan como pequeños conjuros que invitan al juego y estimulan la imaginación. Asimismo, los escenarios en los que se encuentran sus personajes, con frecuencia, son espacios liminares, a medio camino entre lo conocido y lo extraordinario. O bien, bosques o montes, espacios donde se alojan seres que recuerdan a dioses paganos y antiguos que representan la parte más primitiva y fascinante de nuestra psique. Con frecuencia, en sus ilustraciones, será posible encontrar brujas y otros seres cuya práctica de la magia se aleja de una visión escolar y civilizada para, en su lugar, presentar una visión más cercana al aquelarre. En este sentido, la obra de Cars and Telephones apela a una atmósfera que conjuga de manera afortunada referentes culturales contemporáneos con una antigua tradición visual que recupera personajes complejos como la bruja.
Si bien la figura de la bruja o la hechicera podemos rastrearla desde la Antigüedad clásica, fue en el siglo XV, una vez “terminada” la Edad Media (pues no podemos hablar de cierres concretos sino de transiciones en la historia) cuando la persecución de las brujas inició. El periodo durante el cual los Estados modernos centralizados comenzarían, dando lugar a un importante desarrollo artístico y cultural, impondrían también los límites morales que regirían a la sociedad desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII. Dando lugar a un efecto paradójico, esta etapa, usualmente descrita como luminosa, y representada como la finalización de un periodo oscuro y terrible, produciría a una serie de sistemas de poder y control que perdurarían lo largo de varios siglos.
El periodo bisagra, entre el fin de la Edad media y el Renacimiento, daría lugar a una transición que no estaría exenta de un complejo sincretismo, en concreto, de una combinación entre el cristianismo y el paganismo. Sería en el cristianismo popular donde se entrecruzarían otras tradiciones de carácter griego, celta, así como el folklore de cada región y el anhelo por apelar a fuerzas invisibles que pertenecían al mundo de lo vegetal y lo animal.
En buena medida derivado de la consolidación del poder de la Iglesia como institución se articuló, de modo gradual pero contundente, una visión maniquea que generaría una escisión entre la idea del bien y el mal. El cristianismo, arraigándose como religión y como un sistema regulador de los afectos y la moral, crearía una dualidad entre lo pagano y lo cristiano, entre lo luminoso y lo oscuro, entre lo bondadoso y lo terrible.
Durante este proceso la teología, como una disciplina que se estudiaría en las universidades, sería crucial. Entendida como la ciencia de la religión, la teología permitiría un análisis racional para, influida por la filosofía, otorgarle un marco lógico al cristianismo. Sin embargo, esta disciplina de estudio dibujaría también un marco excluyente de tal forma que quien no se situaba dentro de este marco, estaría fuera de la norma. Es entonces cuando surgirá un sistema, una diferenciación radical, determinada por el control de la Iglesia, que no toleraría la diferencia, prohibiría las desviaciones al dogma cristiano y con ello, se construiría un aparato de vigilancia centralizado. De este modo, se creará un dogma, promovido por los teólogos, para secularizar la práctica religiosa y sería la bruja quien estaría fuera de este marco.
Es importante destacar que la percepción colectiva de la figura de la bruja y las prácticas esotéricas atravesarán por una notable evolución que correrá desde la persecución, la tortura y el castigo hasta la seducción, la reinterpretación, aceptación y posterior comercialización, sin embargo, existe un elemento que ha persistido a lo largo del tiempo: la fascinación por ese otro mundo que pertenece a lo invisible y lo trascendental. Este mundo, al que no se puede acceder por la vía racional, que se escapa del marco, es al que apela Cars and Telephones, en cuya obra el sincretismo se ha actualizado, haciendo de sus ilustraciones un tejido en el que se encuentran referencias a la cultura pop así como a filmes clásicos del cine de terror y, sobre todo, a una tradición simbólico-visual de siglos atrás, por medio una propuesta gráfica propia, esta dupla ha creado su propio marco.
En este sentido, la pareja de artistas apela a su propia tradición tomando, por ejemplo, referencias del universo simbólico de Jan Švankmajer, en concreto de Alice, la adaptación cinematográfica de Alicia en el País de las maravillas de Lewis Carroll. Cars and Telephones retoma la atmósfera onírica e inquietante que poseen los espacios en los que se desarrolla esta obra de animación, de modo que cada uno de los elementos que componen las escenas sugieren un entorno donde lo real y lo ilusorio comparten el mismo horizonte de posibilidad.
Las ilustraciones de Cars and Telephones concretan las búsquedas artísticas de cada uno de los creadores y son ventanas que nos acercan a ese universo de lo invisible. Detrás de cada imagen se esconde un murmullo que narra la historia de cada personaje y, a su vez, nos invita a imaginar una narración donde lo horrible comparte espacio con lo adorable. Ya sea que funcionen de manera autónoma o formen parte de una serie, las imágenes nos invitan a tomar el té, a formar parte de una fiesta o un ritual en el que, a través del juego y el divertimento, se invocan a fuerzas de otros tiempos que se materializan en una figura que nos ofrece una bebida o nos regala una antorcha para prenderle fuego a los convencionalismos y abrazar lo bestial. En este mundo, al que no se puede acceder por la vía racional.
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