Bienvenidos a la jungla: Guns N’ Roses revivió su legado en México (Crónica)

Los sábados por la noche en la Ciudad de México —y sobre todo para quien escribe estas líneas— se han convertido en noches de música, y esta vez el imán era irresistible: Guns N’ Roses, la banda que en los 80 irrumpió desde los callejones de Los Ángeles como un huracán de riffs y excesos, vendiendo más de 100 millones de discos en todo el mundo y ganándose el título de la “más peligrosa del planeta” por sus peleas internas, arrestos y shows que rayaban en el caos. Con eventos paralelos en el Palacio de los Deportes y el Velódromo Olímpico, el tumulto de gente era mayor. Sin embargo, el rock reclamó el recinto más grande de la zona: el Estadio GNP Seguros, repleto de miles de fans luciendo playeras del icónico Appetite for Destruction o el logo de la banda, o bien luciendo orgullosos el icónico sombrero de copa de Slash.

“Ojalá y Axl no tarde mil horas en salir”, murmuró Abril, una fan de toda la vida que se preocupaba por el arranque de la banda, sabiendo que el ego de Axl Rose —el frontman que fundó GNR en 1985 junto a Slash y Duff McKagan— ha sido tan legendario como sus melodías. Con esa incertidumbre flotando en el aire cargado de cerveza y anticipación, entramos al Estadio GNP que bullía con fans ansiosos por revivir la era dorada del hard rock. Primero irrumpió la banda de seporte, que no eran nada más y nada menos que Public Enemy, legendas pioneras del hip hop político, que con himnos como «Don’t Believe the Hype» y «Fight the Power» inyectaron un pulso de rebeldía urbana. Nos recordaron cómo el espíritu del rock —esa mezcla de rabia y catarsis que GNR elevó a himnos generacionales— se entrelaza con el hip hop en su llamado a la lucha, la resistencia y la libertad de sonar a todo volumen lo que nos define.

Llegó entonces el pulso acelerado de la espera por la banda estadunidense. Gráficos de cruces robóticas —el logo de Appetite for Destruction, su debut de 1987 que catapultó a Rose y compañía al estrellato— parpadeaban en las pantallas, mientras los fans chequeaban sus teléfonos solo para maldecir la señal fantasma. Si venían en pareja o grupo, charlaban anécdotas de giras pasadas; si no, sorbían su cerveza en tragos medidos, estirando el ritual. Pasados quince minutos, estallaron las rechiflas y la ola mexicana recorrió las gradas como un mar inquieto, con el reloj avanzando a paso de tortuga.

A las nueve y media, las luces se hundieron en la oscuridad. Un rugido colectivo estalló con las primeras notas de «Welcome to the Jungle», el track que abrió su era de excesos en la jungla de asfalto de L.A. La banda —reunida desde 2016 en esta formación con Axl, Slash y Duff al frente, emergió con una energía cruda que contagió al estadio entero, y de ahí todo se volvió un torbellino incontrolable.

GNR transmitió esa electricidad de vuelta al público, que respondía cantando a grito pelado, saltando en oleadas y moviéndose al unísono con clásicos como «It’s So Easy», «Patience» y «Knockin’ on Heaven’s Door» —esta última, un cover de Dylan que ellos convirtieron en estandarte de su lado más melódico. Axl, entre rolas, lanzaba saludos escuetos a los presentes, reconociendo el cariño de Latinoamérica. Su voz, aunque ya no rasga como en los días de Use Your Illusion, sostuvo el set con solidez gracias a una setlist pensada para su rango actual; aun así, en picos inevitables, recurrió a ese falsete agudo apodado «voz de Mickey Mouse», recursos que usa para cuidar sus cuerdas vocales.

Los guiños a su legado no se hicieron esperar: cubrieron «Sabbath Bloody Sabbath» de Black Sabbath, con Axl dedicándoselo a Ozzy Osbourne, el príncipe de la oscuridad que influyó en su sonido bluesero y hoy ya no está con nostros; y «Slither», de Velvet Revolver —el supergrupo que Slash y Duff armaron en los 2000 tras la disolución original de GNR, con el fallecido Scott Weiland al micrófono—, un recordatorio de las fracturas y renacimientos que marcaron su historia. Muchos en la multitud alzaron la vista al cielo coreando, honrando a Weiland como a un hermano perdido en la carretera del rock.

Slash y Duff McKagan, pilares desde el principio, dirigieron la instrumentación con maestría, tejiendo la noche en un tapiz de solos incendiarios y ritmos que no dan tregua. Duff tomó el mic para un tema, y Slash desató «Hide Away» de Freddie King, un blues crudo que deleitó a los aficionados al género y subrayó las raíces sureñas que GNR siempre ha reivindicado más allá del glam metal.

El cierre fue un subidón imparable: «Sweet Child O’ Mine» con su icónico riff que define generaciones, «November Rain» y su épica orquestal, «Nightrain» como puñetazo final de la era Appetite, y «Paradise City» para sellar el éxtasis colectivo. Demostraron que, aunque el tiempo ha cobrado su factura en las gargantas y las rodillas, su catálogo —forjado en una década de adicciones, éxitos y separaciones— sostiene a una legión de fans que los venera no solo por la nostalgia, sino por cómo moldearon el rock en su forma más visceral. El sold out lo atestigua: 65 mil almas entregadas.

Los Gansos Rosas, como se les conoce coloquialmente, regresarán el año que viene a Monterrey; sin embargo, ver uno de sus show como banda principal es casi algo obligatorio, ya que son una parte fundamental para entender la historia del rock.

Fotografías cortesía de OCESA

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