El cambio de sede de última hora, de la Explanada del Estadio Azteca (ahora estadio Banorte) al más íntimo Fray Nano, terminó siendo una bendición. Donde cabían treinta y cinco mil ahora entraban dieciocho mil, y esa reducción convirtió la noche en algo más parecido a un ritual que a un espectáculo masivo. Desde la apertura de puertas el ambiente tenía esa electricidad que solo aparece cuando varias generaciones comparten el mismo espacio por la misma razón. Padres que compraron Three Dollar Bill, Y’all en cassette explicándoles a sus hijos por qué “Counterfeit” les cambió la vida; adolescentes que descubrieron a la banda por TikTok coreando “Nookie” como himno generacional; veinteañeros que nunca los vieron en vivo y llevaban años esperando la redención. Todos con la misma ansiedad en el pecho.
El cartel del Loserville Gringo Papi Tour celebrado el pasdao 29 de noviembre en la Ciudad de México, con Limp Bizkit a la cabeza, funcionó como una máquina del tiempo. Primero llegaron los actos que recordaron que el nu metal nunca fue solo rap y guitarras afinadas en drop: Riff Raff con su excentricidad texana, Slay Squad con su agresividad callejera y, sobre todo, Ecca Vandal. La australiana de origen tamil y ceilandés apareció con una camiseta de la selección mexicana que provocó el primer rugido colectivo de la tarde. Su mezcla de punk, electrónica y gritos viscerales calentó el ambiente hasta el punto exacto: la gente ya no quería esperar más.
311 cumplió treinta y cinco años en el escenario con la misma energía relajada de siempre, pero el público millennial —muchos con hijos que ahora coreaban “Down” como si hubieran nacido en 1995— ya estaba impaciente. Los solos extendidos de la batería fueron recibidos con una mezcla de respeto y gritos que dejaban claro el orden de prioridades. Cuando Bullet for My Valentine entró con “Her Voice Resides”, la gravilla del Fray Nano empezó a volar de verdad. Los primeros circle pits abrieron heridas en pasto y el metalcore galés recordó que el género también había aprendido a ser pesado de otra forma.
A las 21:05 la luz se fue por completo.
En las pantallas apareció Sam Rivers: imágenes de él en el Big Day Out del 2000, en el Ozzfest, en el video de “Rollin’” caminando por la Torre Eiffel. El mensaje “We love you forever” quedó suspendido mientras un piano desnudo tocaba los primeros acordes de “Re-Arranged”. Fred Durst, Wes Borland, John Otto y DJ Lethal se sentaron en el borde del escenario, de espaldas al público, viendo el tributo como quien asiste a un funeral íntimo. Cuando terminó, se abrazaron largo rato. El silencio que siguió fue tan denso que se podía cortar con navaja.

El primer golpe de “Break Stuff” fue un terremoto. Kid Not —Richie Buxton, el mismo que ha producido varios temas de Ecca Vandal— fue el encargaado de tomar el bajo de Limp Bizkit, con un respeto y naturalidad que borró cualquier miedo a la comparación con el recientemente fallecido Sam Rivers. Las líneas graves retumbarono en el pecho de dieciocho mil personas que saltaron al mismo tiempo; el suelo del Fray Nano tembló como si la ciudad registrara un microsismo. Fred Durst apareció con sudadera naranja que decía “Old school soldier” y una gorra morada de los Yankees. Nada de rojo esta vez. Ya no la necesita: la gorra roja la lleva el público entero.


El set fue una declaración de guerra contra el olvido. “Show Me What You Got” abrió los primeros mosh pits serios; vasos de cerveza volaron por el aire como granadas de espuma. “Hot Dog” contó con todo el público gritando al unísono, parecía que lo habían ensayado durante años. “My Generation” sonó rabiosa, casi vengativa, como si Durst estuviera respondiendo a todos los que dijeron que el nu metal había muerto. “Rollin’” fue el caos organizado perfecto. Todo el estadio reprodujo la coreografía del video original: brazos arriba, cuerpos cayendo hacia los lados, una ola humana que parecía ensayada durante dos décadas.
En “Dad Vibes” el líder se permitió sonreír. Ya no salta como antes, pero camina el escenario con la seguridad de quien sabe que la locura adolescente que creó ahora la viven sus propios fans con sus hijos al lado. “Bienvenidos a Loserville”, dijo en algún momento, “esto es para todos los perdedores que nunca se rindieron”. Y México respondió con un grito que hizo vibrar las estructuras metálicas del estadio. “Behind Blue Eyes” convirtió el recinto en una catedral de luces de celulares; miles de personas cantaron la versión completa como si estuvieran rezando.

El momento más crudo llegó con “Re-Arranged”. Durst detuvo la música un segundo, miró al cielo del Fray Nano y dijo con voz rota: “Esta la escribimos con Sam. Hoy la tocamos para él”. Richie Buxton ejecutó la línea de bajo original con una precisión que provocó lágrimas en las gradas altas. “Nookie” hizo que se abrazaran desconocidos que nunca se habían visto. En un momento épico, la banda subió a tres fans para que cantaran junto a Durst “Full Nelson”. “Boiler” abrió el mosh más brutal de la noche.

El cierre con las míticas “Faith” y “Take a Look Around” y de nuevo “Break Stuff” (sí abrieron y cerraron con ese himno del nu metal) fue una catarsis colectiva. Cuando las luces se encendieron, nadie quería irse. La gente se quedó mirando el escenario vacío. Afuera, los ambulantes vendían las últimas gorras rojas a 100 pesos y sudaderas del Loserville a 600 pesos.
Limp Bizkit se fue del escenario con la promesa implícita de volver. Porque anoche, en un estadio de béisbol convertido en cápsula del tiempo, México le escribió al nu metal la carta de amor más ruidosa que ha recibido en años. Y el género, contra todo pronóstico, respondió que sigue vivo. Que late. Que no piensa irse.

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