El doom metal arrastra consigo una historia que no se mide solo en decibeles, sino en la capacidad de transformar el silencio en un lienzo donde se pintan sombras. Desde los suburbios de ciudades industriales hasta los rincones más fríos de Escandinavia, este género ha encontrado refugio en músicos que prefieren desentrañar emociones a través de tempos que reptan en lugar de correr. No es música para quienes buscan prisas; es un espacio donde el tiempo se estira hasta que cada nota pesa como una losa.
Si algo define al doom de culto, es su resistencia a diluirse en las corrientes comerciales que dominaron las últimas décadas. Las bandas que habitan este terreno no persiguen reflectores ni titulares efímeros; en cambio, construyen su legado en vinilos gastados, cassettes compartidos entre amigos y foros donde los fanáticos debaten alineaciones olvidadas. Las cinco que presentamos aquí no son solo nombres en una lista: son puntos de partida para entender cómo el doom se convirtió en un lenguaje propio, hablado por quienes encuentran belleza en lo que otros esquivan.
Pentagram
Hablar de doom metal sin mencionar a Pentagram es como ignorar el cimiento de una casa. Formados en Virginia, Estados Unidos, en los años 70, este grupo liderado por Bobby Liebling tomó las brasas que dejó Black Sabbath y las avivó con un fuego distinto. Su disco Relentless (1985) captura riffs que parecen tallados en piedra, acompañados por una voz que serpentea entre la rabia y la melancolía. Pentagram merece estar aquí porque su historia, llena de altibajos y discos que tardaron años en ser reconocidos, refleja el espíritu de un género que no se rinde ante el olvido.
Saint Vitus
En Los Ángeles, a finales de los 70, Saint Vitus emergió como una respuesta a la velocidad que empezaba a inundar el metal. Su álbum Born Too Late (1986) no solo lleva un título que parece un manifiesto, sino que destila una lentitud deliberada que obliga a escuchar cada acorde como si fuera el último. La banda canalizó la herencia de Sabbath hacia un camino más sombrío, con letras que exploran rincones de la mente que pocos se atreven a visitar. Su lugar en esta lista se justifica por cómo convirtieron la marginación en una bandera, tocando para auditorios pequeños que entendían su mensaje.
Trouble
Chicago dio vida a Trouble en 1979, y con ellos llegó una propuesta que no encajaba del todo en los moldes del doom tradicional. Su debut, Psalm 9 (1984), mezcla riffs que aplastan con un trasfondo espiritual que algunos han llamado «doom cristiano», aunque el término apenas roza lo que ofrecen. Trouble entra en esta selección porque su capacidad para tejer esperanza en medio de la densidad los hace únicos; no se conformaron con repetir fórmulas, sino que abrieron una ventana a nuevas posibilidades dentro del género.
Cathedral
Cuando Lee Dorrian dejó Napalm Death en 1989 y fundó Cathedral en Inglaterra, nadie esperaba que el resultado fuera un debut como Forest of Equilibrium (1991). Ese álbum es un viaje a través de pantanos sonoros, donde el doom se encuentra con texturas psicodélicas y una imaginación que desafía etiquetas. Cathedral merece atención porque su evolución, que los llevó a experimentar con el stoner y más allá, demuestra que el doom no tiene por qué estancarse. Son un puente entre lo clásico y lo que vendría después.
Reverend Bizarre
Finlandia no suele ser el primer lugar que viene a la mente al pensar en doom, pero Reverend Bizarre, formado en 1995, puso al país en el mapa con In the Rectory of the Bizarre Reverend (2002). Este disco es un ejercicio de paciencia, con canciones que se despliegan como rituales extensos y riffs que parecen excavados de la tierra. Los incluimos porque representan una vuelta al origen, a esa idea de que el doom no necesita adornos para transmitir su esencia. Su devoción por lo tradicional los convirtió en un faro para quienes buscan raíces en un género que a veces se pierde en ramas modernas.
Estas cinco bandas no solo trazaron caminos en el doom metal; también demostraron que la música puede ser un refugio para ideas que no encajan en ningún otro lugar. Escucharlas es meterse en una conversación que lleva décadas gestándose, una que no termina cuando se apaga el amplificador.