1999, el año más salvaje del nu metal (Korn, Limp Bizkit, Slipknot…)

Si alguna vez hubo un momento en que el nu metal se sintió como un camión sin frenos bajando una montaña, ese fue 1999. No era solo música; era un rugido colectivo, un cable suelto chispeando en un charco de gasolina. Bandas como Korn, Limp Bizkit y Slipknot no se limitaron a tocar: agarraron el género por el cuello y lo lanzaron contra la pared, dejando astillas por todos lados. Este no es un cuento nostálgico de “épocas doradas”; es un vistazo a un año que se salió de los rieles y aún resuena en los huesos de quienes lo vivieron.

Korn ya venía cargando el peso del nu metal desde Bakersfield, con Follow the Leader todavía fresco en el aire. En 1999, no estaban inventando nada nuevo, pero sí apretando las tuercas de su máquina. Jonathan Davis cantaba como si estuviera desenterrando algo que no quería ver la luz, mientras los riffs de Munky y Head golpeaban como martillos en una chapa oxidada. Giraban sin parar, llevando su ruido a cada esquina polvorienta del mapa. Era el sonido de alguien que no pide permiso, y en ese año se notó: cada show era un exorcismo con amplificadores.

Luego aparece Limp Bizkit, los provocadores de Jacksonville que convirtieron el rap-metal en un espectáculo de demolición. Significant Other cayó en verano como un ladrillo por la ventana de tu vecino. Fred Durst no era un frontman típico; era el amigo que te convence de hacer algo estúpido y luego se ríe mientras todo arde. “Nookie” ponía a los suburbios a saltar, y “Break Stuff” era la excusa perfecta para romper una silla contra el suelo. Ese julio, Woodstock ’99 —un desastre con olor a querosén— los tuvo en el centro, avivando el fuego literal y figurado. El disco voló de las estanterías, y de pronto el nu metal estaba en la tele, en los walkmans, en la cara de tus padres.

Y Slipknot.

Nueve locos de Iowa desembarcaron con su debut homónimo como si fueran una plaga bíblica con máscaras. No se trataba de melodías pegajosas ni de versos pulidos; era un asalto sónico, un tornado de batería y gritos que te hacía mirar dos veces al reproductor. Corey Taylor no cantaba, vomitaba, mientras Joey Jordison aporreaba los tambores como si quisiera atravesarlos. En 1999, Slipknot no pidió un lugar en la mesa del nu metal: la voltearon y construyeron una fogata con los pedazos. Su llegada fue un puñetazo al mentón del género, abriendo la puerta a algo más crudo, más sucio.

Pero 1999 no era solo estas tres cabezas. Deftones flotaban en la órbita con Around the Fur todavía rebotando en los oídos, preparando el terreno para White Pony al año siguiente. Static-X traía su industrial raro con Wisconsin Death Trip, y System of a Down empezaba a asomar con su caos angular. Era un año de colisiones: el nu metal no solo dominaba las ondas, sino que se ramificaba, mutaba, se retorcía en direcciones que nadie vio venir.

¿Por qué 1999 pega tan distinto?

Porque fue el momento en que el género dejó de ser un experimento de sótano y se volvió un monstruo suelto. Las ventas explotaban, los videos saturaban TRL, y los conciertos eran campos de batalla con mosh pits que parecían peleas de bar. No era sutil ni pretendía serlo. Era ruido para los que no encajaban, para los que querían gritar sin explicar por qué. Y aunque el 2000 trajo a Linkin Park y Papa Roach para llevarlo aún más lejos, 1999 tiene ese sabor a caos puro, sin filtro, como un trago de licor casero que quema al bajar.

Si tenías un discman en el ’99, probablemente todavía sientes el eco de esos días. Korn, Limp Bizkit, Slipknot y el resto no solo tocaron música; armaron un desmadre que todavía huele a gasolina y sudor. Fue salvaje, sí, pero también fue real. ¿Qué recuerdas tú de ese año?